miércoles, 7 de mayo de 2008

ISRAEL 60 años: ciudadanos judiós y árabes ( I ): David Grossman


Con motivo del 60 aniversario de la proclamación del Estado de Israel en Palestina, este blog va a publicar una serie de reflexiones de ciudadanos , tanto árabes como judíos, de nacionalidad israelita o no, pero que están intimamente implicados en la problemática de aquella tierra.

Empiezo con la primera parte de una conferencia que el escritor judio DAVID GROSSMAN pornunció en pasado invierno en la cátedra ARTHUR MILLER.


"YO ESCRIBO" por David Grossman (primera parte)

“Para nuestro regocijo o para nuestra desgracia, las contingencias de la realidad ejercen una gran influencia sobre lo que escribimos”, dice Natalia Ginzburg en su libro E’ difficile parlare di sé, en el capítulo donde trata sobre su vida y su escritura a raíz de una catástrofe personal.

Es difícil hablar de uno mismo, así que antes de hablar sobre mi experiencia en la escritura, en este momento de mi vida, quiero decir unas cuantas cosas sobre el impacto que una catástrofe, una situación traumática, tiene sobre una sociedad entera, sobre un pueblo entero.
De inmediato vienen a mí las palabras del ratón en Una pequeña fábula, de Kafka. Ese ratón que, conforme se acerca a la trampa y mientras el gato acecha por detrás, dice: “¡Ay!… El mundo se hace cada día más pequeño”.

Sí. Tras muchos años de vivir en la realidad desmesurada y violenta de un conflicto político, militar y religioso, puedo informarles con tristeza de que el ratón de Kafka tenía razón: el mundo, efectivamente, se vuelve más estrecho, más reducido con cada día que pasa.

Y también les puedo decir que un espacio vacío crece muy, muy lentamente entre la persona, el individuo, y la situación externa, violenta y caótica dentro de la cual vive. Esa situación que dicta su vida.

Dicho espacio nunca permanece vacío. Se llena rápidamente: con apatía, con cinismo, y más que nada con desesperanza, la desesperanza que alimenta las situaciones anómalas, favoreciendo su persistencia, en algunos casos incluso durante generaciones.

Desesperanza ante la imposibilidad de cambiar el estado reinante de las cosas, ante la imposibilidad de ser redimidos. Y la desesperanza que es aún más profunda: desesperanza ante las cosas que esta situación anómala saca a la luz, finalmente, en todos y cada uno de nosotros.

Siento que yo, y la gente que veo y que conozco a mi alrededor, llevamos una pesada carga, precio de este continuo estado de guerra. En él, el “área superficial” del alma que tiene contacto con el mundo violento y amenazante se encoge. La habilidad –y la disposición– de identificarse, incluso un poco, con el dolor de los otros se limita; el juicio moral se suspende. Casi todos sentimos desesperación ante la imposibilidad de llegar a comprender nuestros verdaderos pensamientos, inmersos como estamos en un estado de cosas que es demasiado aterrador y engañoso y complejo, tanto en términos morales como prácticos; de ahí que uno se convenza de que sería mejor no pensar, y opte por no saber… quizá esté mejor si dejo la tarea de pensar y de actuar y de establecer normas morales en manos de aquellos que, supuestamente, podrían saber más.

Pero ante todo, estoy mejor si no siento demasiado, al menos hasta que esto pase; y si no pasa, al menos habré aliviado en cierta medida mi sufrimiento, habré desarrollado una insensibilidad útil, me habré protegido lo mejor posible con ayuda de una pizca de indiferencia, una pizca de sublimación, una pizca de ceguera intencional, y grandes dosis de anestesia autoinfligida.
En otras palabras: debido al miedo perpetuo –y demasiado real– a resultar heridos, miedo a la muerte o a la pérdida insoportable, miedo incluso a la “mera” humillación, todos y cada uno de nosotros, ciudadanos del conflicto, prisioneros suyos, restringimos nuestra propia vitalidad, nuestro diapasón interno, mental y cognitivo, envolviéndonos siempre en capas protectoras que terminan por asfixiarnos.

El ratón de Kafka tiene razón: cuando el depredador se nos acerca, el mundo efectivamente se hace cada vez más pequeño. Y lo mismo sucede con el lenguaje que lo describe. A partir de mi experiencia puedo decir que el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto sostenido describen su predicamento se vuelve progresivamente hueco cuanto más perdure la situación. Poco a poco, el lenguaje se convierte en una secuencia de clichés y eslóganes. Todo comienza con el lenguaje creado por las instituciones que administran el conflicto de manera directa: el ejército, la policía, los diferentes ministerios del gobierno; rápidamente el fenómeno se filtra a través de los medios de comunicación masiva que informan sobre el conflicto y que engendran un lenguaje aún más taimado, dirigido a narrar a su público la historia más fácil de digerir; finalmente, todo se cuela al lenguaje privado, íntimo, de los ciudadanos del conflicto, aunque ellos lo nieguen.
En realidad este proceso es totalmente comprensible: después de todo, la riqueza natural del lenguaje humano y su capacidad de tocar los más finos y delicados matices y fibras de la existencia puede herir profundamente en tales circunstancias, pues nos recuerda incesantemente la pródiga realidad que nos está siendo arrebatada, su verdadera complejidad, sus sutilezas.

Y cuando la situación parece irresoluble, conforme el leguaje utilizado para describir el estado de las cosas se vuelve hueco, su discurrir público mengua cada vez más. Lo que queda son las acusaciones mutuas, inmutables y banales, entre los enemigos, o entre los adversarios políticos dentro de un mismo país. Lo que queda son los clichés que usamos para describir a nuestro enemigo y a nosotros mismos; los clichés que son, en última instancia, una colección de supersticiones y generalizaciones burdas en las que nos encerramos y en las que entrampamos a nuestros enemigos. El mundo, efectivamente, se hace cada vez más pequeño.
Mis pensamientos no sólo se refieren al conflicto en Medio Oriente. En demasiadas partes del mundo, hoy día, miles de millones de personas se enfrentan a una “situación” de alguna clase en la que la existencia personal y los valores, la libertad y la identidad están, hasta cierto punto, bajo amenaza.

Casi todos nosotros tenemos una “situación” propia, una maldición propia. Cada uno de nosotros siente –o puede intuir– cómo nuestra “situación” especial puede convertirse rápidamente en una trampa que nos arrebatará la libertad, el sentido de hogar que nuestro país nos da, nuestro lenguaje privado, nuestro libre albedrío.

Es en esta realidad que nosotros, autores y poetas, escribimos. En Israel y en Palestina, en Chechenia y en Sudán, en Nueva York y en el Congo. En ocasiones, durante mi jornada de trabajo, después de varias horas de escribir, levanto mi cabeza y pienso: justo ahora, en este preciso momento, otro escritor a quien ni siquiera conozco está sentado, en Damasco o en Teherán, en Ruanda o en Dublín, justo como yo, practicando este peculiar y quijotesco oficio de creación, dentro de una realidad que alberga demasiada violencia y enajenación, indiferencia y abatimiento. Ahí tengo un aliado distante, que ni siquiera me conoce, pero juntos tejemos esta telaraña invisible que, no obstante, tiene un poder tremendo, un poder capaz de cambiar el mundo y de crear el mundo, el poder de hacer que los mudos hablen y el poder del tikun, de la restauración, en el sentido profundo que le da la Cábala.



Video ( en francés) de la entrega del prestigioso premio literario israelí Emet concedido David Grossman en la última edición, y en la cual David Grossman manifestó su rechazo a la política del primer ministro Edhou Olmert, negándose a estrecharle la mano.



(continuará mañana)

No hay comentarios: